¡Dirán que somos unos atrevidos!
El teatro alegremente combativo de Christin Eve Cato
O.K.!
Intar Theatre
By Christin Eve Cato
Directed by Melissa Crespo
At INTAR
No Intermission
TICKETS: HERE.
Intar Theatre
By Christin Eve Cato
Directed by Melissa Crespo
At INTAR
No Intermission
TICKETS: HERE.
Cuando empecé a escribir sobre el teatro; una forma de arte que no solo amo, sino a la que pertenezco, fue para Martin Denton en el ya desaparecido NYTheatre.com, un sitio que todavía lloro como si fuera un teatro viejo perdido en un incendio. Martin no solo me asignaba críticas; me vio. Él entendió, quizás antes que yo, que la mirada de un hacedor de teatro puertorriqueño de Newark no era la misma que la de un crítico blanco sentado cómodo en la fila B. Empezó a enviarme a obras en español, a dramaturgos latinos, intuyendo que mi perspectiva no venía de la distancia académica, sino de la experiencia vivida. Yo veía el teatro desde el piso de abajo, a veces desde el sótano, mirando hacia arriba.
Hubo un tiempo en el que el teatro americano tenía espacio para ese tipo de visión. Arthur Miller escribía para el trabajador jodío. August Wilson escribía para los que nacieron en un país que rara vez escribió para ellos. Thornton Wilder escribía para los nadies calla’os de los pueblos pequeños. Estos dramaturgos no le hablaban con condescendencia a los de abajo; les daban poesía, dignidad, presencia. Esa época ahora parece una edad de oro, en parte porque ya no nos podemos permitir el lujo de creer que todavía existe.
En algún momento, el teatro americano se convirtió en una industria, y como todas las industrias, refinó su producto. Los programas de MFA empezaron a producir una voz uniforme, de clase media alta, bien pulida, inteligente, pero desconectada de la lucha. No era malicia intencional; era la infraestructura. Las obras se volvieron piezas de portafolio, y los boletos subieron a $300, montando historias para gente cuyas vidas rara vez necesitan reinvención.
Y mientras los precios subían, los críticos se callaron. O al menos, los que sabían escuchar de verdad. Perdimos a los grandes críticos de teatro, por la edad, por la muerte, esos que llevaban en su prosa no solo opiniones, sino historia, memoria, política y amor. Lo que queda es un grupo de voces bienintencionadas, en su mayoría blancas, muchas veces mal leídas en las mismas tradiciones que dicen juzgar. Sin un contrapeso crítico, el trabajo revolucionario no desaparece; pero se arriesga a ser malinterpretado, o peor, ignorado por completo.
El teatro nunca se hizo para verse solo desde arriba. Sus verdades más grandes suben desde abajo.
Este año, me encontré frente a dos dramaturgos cuyo trabajo marca un punto de quiebre—y de renacimiento—en el teatro americano. Si el Canon de verdad está evolucionando, entonces estos escritores no están pidiendo permiso para entrar, sino abriendo una puerta nueva.
El primero fue Marco Antonio Rodríguez, cuyo Domino Effect me sorprendió no solo por su resonancia emocional, sino por su alcance. Aquí hay un escritor que entiende que la conexión humana no es metáfora, sino un cable a tierra. En una sola noche, escuché voces que nunca había escuchado en un escenario; como un personaje iraní que no parecía tokenismo, sino revelación. Rodríguez hace teatro que habla a través de las fronteras, no que las evita. Es íntimo, político y profundamente humano.
Y luego está Christin Eve Cato, con una voz que no se parece a nada en el panorama actual; una voz arraigada en la tradición radical de Arthur Miller y August Wilson, pero inconfundiblemente suya. Escribe desde el subsuelo, y escribe pa’ nosotros: la clase trabajadora, los desplazados, los que no reciben aplausos educa’os de un público que puede darse el lujo de sentir compasión desde lejos.
Cato no escribe para caer bien. No suaviza el golpe. Su trabajo no le hace guiños a la culpa liberal de los bien senta’os, ni pide permiso. Y eso, en el teatro de hoy, es su propia rebelión. Porque seguimos en un teatro americano que prefiere a sus “otros” humildes, agradecíos y con justo suficiente dolor para conmover, pero no tan furiosos como para ser peligrosos.
Lo que Christin Eve Cato hace es mucho más interesante: escribe como si la alegría en sí fuera un acto radical. Como si la revolución no tuviera que ser siempre gris y amarga. En su fuego hay risa, y en su alegría, desafío. Nos recuerda que, incluso cuando la democracia se raja bajo su propio peso, la gente más aplastá por su caída puede ser la más lista para construir algo nuevo. No desde las ruinas, sino desde la convicción.
Mientras la vieja guardia se aferra a sus perlas y sus suscripciones, Cato está echando los cimientos de un teatro que no solo refleja la sociedad, sino que la reinventa.
Y lo que está construyendo bien podría sobrevivir al desastre.
No tiene miedo de tejer el Realismo Mágico, no como un ejercicio de género, sino como un reflejo de cómo muchos de nosotros realmente vivimos. Es un realismo que tiene menos que ver con el espectáculo y más con cómo el espíritu, la memoria y el mito se entrelazan en la vida cotidiana.
Cuando me senté a escribir esto, me encontré encendiendo una vela a San Lucas y Santa Cecilia; patrones de la memoria y el drama, no por superstición, sino por respeto. Necesitaba ayuda para retener lo que su obra me hizo sentir, esa vibración esquiva que vive entre la reverencia y el reconocimiento. Claro, sabía que Obatalá, el orisha yoruba de la creatividad, tal vez se molestaría porque no fui a él primero. Capaz me mandaba un apagón, me freía el Google Doc o me borraba las notas en protesta.
Así es como muchos de nosotros, los latinos, caminamos por el mundo: con nuestros dioses y ancestros de copilotos. Así que cuando vemos esa magia honrada en el escenario; no burlada, no diluida, no vuelta "universal" pa’ que otros se sientan cómodos, se siente como llegar a casa, a un teatro que sí nos recuerda.
Las instituciones teatrales dirigidas por blancos, con sus infinitas notas dramaturgas y sus listas de lo que es "digno del escenario", siempre nos han dicho que estas cosas son "muy místicas", "muy de nicho" o "muy difíciles de entender". Pero Cato, como Ryan Coogler en el cine, escribe rompiendo esos límites. Ella dice: nuestro mundo también pertenece aquí. No está pidiendo permiso al sistema viejo. Está construyendo uno nuevo, uno que no se disculpa por la presencia del espíritu, uno que no te pide que dejes a tus ancestros en la puerta.
Y mucho menos en la puerta de un teatrito en Guthrie, Oklahoma, donde cuatro mujeres están montando una producción que no es tan distinta a Oklahoma!. No quiero spoilearlo todo porque, en serio, este es uno de esos descubrimientos teatrales que se disfrutan mejor sin saber demasiado. Pero te digo esto: es una versión latina del musical clásico, una que no "revisa" a Rodgers y Hammerstein, sino que lo posee, juguetona y escandalosamente.
Y el camerino de este nuevo musical, lleno de revolucionarios mexicanos y bailarines puertorriqueños, es el corazón de la obra, donde lo sagrado y lo irreverente chocan con una especificidad cultural que explota en risas, añoranza e interferencia ancestral. No solo lo ves. Sientes que te han dejado entrar a un secreto deliciosamente callao’.
Y eso, más que nada, es lo que el teatro debería hacer: dejarnos entrar. Mostrarnos lo que no sabíamos que extrañábamos. Y recordarnos que la revolución no siempre viene con el puño en alto; a veces llega en un chiste bien puesto, o en una carta del tarot leída entre bastidores.
Melinda, interpretada con una verdad callá’ pero filosa por Danaya Esperanza, es una mujer atrapá en el fuego cruzáo de una nación que ya ni sabe pa’ quién es. Está embarazá sin planearlo. Está pensando en un aborto. Y entonces el mundo se voltea al revés. Derogan el Roe v. Wade, y en Oklahoma, un estado siempre listo pa’ retroceder el reloj, una ley de 1910 sobre el aborto vuelve como si en cien años no hubiera pasáo ná.
Pero to’ ha cambiao.
Lo que Christin Eve Cato entiende, y lo que la convierte en una voz tan crucial en el teatro Americano ahora mismo es que el pasado no se queda en el pasado cuando nunca te incluyó pa’ empezar. Esto no es solo una ley de 1910; es una ley fantasma, escrita por hombres blancos pa’ mujeres blancas, en un tiempo donde el futuro que vivimos ahora era inimaginable pa’ ellos. Un futuro donde Estados Unidos va camino a ser un país "minoría blanca" pa’ el 2045. Y mientras ese cambio demográfico se asoma, la maquinaria del estado—asustá, desesperá—ya está clavando los talones.
Esta obra trata lo que significa ser criminalizá’ por el fantasma de un país muerto. Se ve en los ojos de Melinda. Se siente en sus silencios. Esperanza carga con este peso como solo una gran actriz puede hacerlo: dejándolo respirar justo debajo de la piel, haciendo que el público sienta sus contornos sin necesidad de mapa. Es una tristeza antigua y recién infligida, y transforma lo que pudo ser un simple arco dramático en algo embruja’o y necesario.
Comparte el camerino con otras dos mujeres, una de ellas Jolie; interpretada con una sabiduría luminosa y contenida por Yadira Correa. Jolie no es un personaje secundario. Es el tipo de mujer que usualmente borran de la historia o reducen a metáfora. Pero aquí, está viva de verdad. Es una mujer que vive en las secuelas del dolor, no solo el emocional, sino el físico, el que viene de tener un cuerpo que el sistema médico nunca fue diseñado pa’ escuchar.
Correa la interpreta con gracia, no a pesar de su sufrimiento, sino a través de él. Jolie no busca lástima, y mucho menos una cura. En cambio, ha encontrado una dignidad ganada a pulso, del tipo que no anuncia su presencia a gritos, sino que se instala en la habitación como un calor familiar. Es una actuación que hace espacio, para Melinda, para el público, para todo lo no dicho que usualmente se queda entre bastidores.
Lo que esta producción revela, capa por capa, es todo lo que Estados Unidos le ha pedido que aguanten, que naveguen, que sobrevivan—especialmente a las mujeres negras y morenas. Y en ese camerino apretao’, lleno de chistes entre bambalinas e historia en escena, Cato nos regala una visión de supervivencia que no está sanitizada ni simplificada. Es rebelde. Es cómica. Es sagrada. Y es real.
Y luego está el combustible de la obra: Claudia Ramos Jordan como Elena, quien a su vez interpreta a Ado Ana (la versión blanca sería Ado Annie). No entra a la obra—¡detona en ella! Como un cuetazo en un cuarto callao’, Elena no solo toma el escenario—lo reclama como herencia de sangre.
Lo que Christin Eve Cato hace con este personaje es radical en lo callao’. No reescribe a Ado Annie—la libera. Todas sus cualidades familiares siguen ahí: el encanto efervescente, la apertura, esa alegría cinética de quien sabe enamorarse dos veces antes del almuerzo. Pero aquí, a través de Elena, Ana/Ado Annie tiene algo que el original nunca se atrevió a darle: una vida interior. Una voz que no pertenece a los hombres que cantan sobre ella, sino a ella misma.
Y a través de Elena, vemos a una mujer que no solo tropieza con el deseo; lo nombra. Lo posee. Y no siente necesidad de disculparse porque el placer también es parte de una vida plena y sin remordimientos. La señorita Jordan nos regala dos personajes en uno: Elena, la actriz consciente de sí misma, y Ado Annie, el arquetipo liberado y ambos son igual de vívidos. Sí, es una actuación cómica, pero también una clase magistral de timing, inteligencia y picardía. No es simplemente graciosa—¡es esencial!
Cerrando el elenco está Cristina Pitter como Alex, la stage manager. Es el tipo de rol que al principio puede parecer como un "ah, y también..." el pegamento que mantiene a to' el mundo unido. Pero subestimarla sería un error. Y yo, la verdad, lo hice. Porque Pitter no solo mantiene el show en pie... hay un momento donde directamente secuestra la obra.
Sin spoilear mucho (y en serio, esta sorpresa hay que protegerla), Alex se convierte en la clave de uno de los giros más brutales de la producción. Pitter lo interpreta con la confianza de alguien que sabe que la verdadera historia ha estado zumbando debajo todo el tiempo, y nosotros somos los últimos en darnos cuenta. Y cuando el golpe llega, no solo saca risotadas, reconfigura toda la obra. Es uno de esos momentos que te recuerdan lo cabrón que puede ser el teatro en vivo cuando confía en sus actores, en su público y en su propio juegao al mismo tiempo.
Si esta producción tiene un superpoder secreto, es que ningún personaje es nunca lo que parece a primera vista. Cada rol, por cómico o secundario que sea, abre una puerta a algo más profundo. Y cada actor pasa por ella con claridad y cojones.
La obra se desarrolla en tres niveles, lo que yo llamo "La Divina Comedia Latine", o más preciso: "El Infierno Danteano Boricua". Y aquí, conocer nuestra cultura no es solo útil es clave.
Nivel uno: surge un problema, personal, médico, lo que sea, pero siempre empeorado por un sistema diseñado pa' joderte más. La América blanca, siempre lista con legislación y prejuicios, mete la cuchara. To' los latinos conocemos este sistema. (Ejemplo: a mis amigos blancos de la uni les dieron un préstamo. A mí me hicieron sacar seis—que sumaban lo mismo que el de ellos, pero me condenaron a una vida de deuda.)
Nivel dos: nos volvemos hacia adentro y hacia arriba. Santos, ancestros, espíritus, en el caso de O.K!, las cartas del tarot; el andamio espiritual de nuestras vidas entra en juego. No por supersticiosos, sino porque sabemos que lo que nos salva no siempre es visible. Confiamos en los muertos mucho antes que en los vivos.
Y nivel tres: la liberación. La conversación. El milagro callao’ de finalmente compartir la carga con los tuyos, de soltar lo indecible en voz alta y descubrir, quizás, que al final no estábamos solos.
Christin Eve Cato construye este viaje lleno de historia, humor y corazón partío, en un torbellino de noventa minutos. Captura algo esquivo pero esencial de la experiencia latina en EE.UU.: cómo nuestras historias suelen cargar contradicciones, cómo la risa a veces es el vehículo del dolor, y hasta una comedia sobre el aborto puede sentirse como un acto de reconquista cultural.
La directora Melissa Crespo, trabajando en el espacio íntimo del INTAR Theatre, navega este multiverso de tonos con una gracia pasmosa. Peter Brook escribió en The Empty Space que "la realidad es una palabra con muchos significados". Crespo lo entiende al dedillo. Permite que cada capa del mundo de Cato—el realismo de los derechos reproductivos, el lenguaje místico de los espíritus y el delirio surreal de una Oklahoma! reinterpretada por latinas—coexistan sin contradecirse. Cada una es verdad. Cada una tiene su lugar. Ninguna le roba peso a las demás.
El diseño escénico de Rodrigo Escalante es un puro disfrute, lleno de sorpresas y magia teatral. Un molino de viento, por ejemplo, hace algo tan inesperadamente perfecto que ni loco lo spoileo aquí.
La iluminación de Maria-Christina Fusté baña la obra en atmósfera y memoria, y el diseño de sonido de Daniela Hart se divirtió creando una realidad para dos shows: el que vemos y el musical que está por comenzar en algún lugar más allá.
Los vestuarios de Lux Haac evolucionan con la narrativa, pasando de un realismo terrenal a algo gozosamente ridículo. En el clímax de la obra, Jolie se transforma en una abuela revolucionaria mexicana cubierta de balas; y no cae como parodia, sino como promesa de lo que viene. Se nos avisa: la pelea será grande. Ahora reímos, pero en el fondo sospechamos que esto puede ponerse violento.
Y aquí está la genialidad de la obra de Cato: nos invita con humor, nos sorprende con belleza y, antes de que nos demos cuenta, ya estamos hasta las rodillas en la verdad. No esa verdad limpia y lista para la televisión, sino la verdad desordeá’, nacida de legado, de lenguaje y de vidas vividas entre fronteras, literales y espirituales.
Es teatro y resistencia con chistes. Es el comienzo de un nuevo canon americano necesario; uno que tiene que nacer, porque las verdades que cuenta llevan demasiado tiempo ignoradas.
Hace poco, escribí un ensayo titulado "La revolución ya llamó a escena". En él, hablé de nuestra responsabilidad como artistas: hablar, advertir, documentar, defender una democracia que no solo se deshilacha por los bordes, sino que se nos deshace en las manos. Días después, llegó la noticia: el National Endowment for the Arts le fue arrebatado a muchos teatros. El golpe no sorprendió. Pero no por eso dolió menos.
Y no nos engañemos: entre los primeros en ser silenciados estarán las voces que gritan más fuerte. Las obras con más rabia. Las obras que no consuelan, sino que confrontan. Obras como las de Christin Eve Cato.
Pero Cato y las mujeres que suben al escenario con ella—me hicieron salir de ese teatro no con desesperación, sino con una nueva misión: no podemos salvar a las instituciones que no nos ven, que no reconocen nuestras voces, nuestras comunidades, nuestro dolor. Y quizás, no deberíamos intentarlo. Quizás lo más radical que podemos hacer es dejar que las estructuras viejas se quemen por los mismos que las crearon, y mientras ellos queman su preciada América blanca, nosotros empezamos a construir algo nuevo en su sombra. Algo más valiente. Algo que diga la verdad.
Y si somos honestos: ¡sí! las cosas están oscuras. ¡Y sí! pueden ponerse peor. Pero eso no significa que dejemos de reír. La risa, al fin y al cabo, es su propia forma de resistencia. Nos recuerda que seguimos vivos. Que seguimos mirando. Que seguimos escuchando. Que seguimos aquí.
Y eso, quizás, es el acto más revolucionario de todos.
Y yo solo soy un muchacho que no sabe decir no... a una buena revolución.
Hubo un tiempo en el que el teatro americano tenía espacio para ese tipo de visión. Arthur Miller escribía para el trabajador jodío. August Wilson escribía para los que nacieron en un país que rara vez escribió para ellos. Thornton Wilder escribía para los nadies calla’os de los pueblos pequeños. Estos dramaturgos no le hablaban con condescendencia a los de abajo; les daban poesía, dignidad, presencia. Esa época ahora parece una edad de oro, en parte porque ya no nos podemos permitir el lujo de creer que todavía existe.
En algún momento, el teatro americano se convirtió en una industria, y como todas las industrias, refinó su producto. Los programas de MFA empezaron a producir una voz uniforme, de clase media alta, bien pulida, inteligente, pero desconectada de la lucha. No era malicia intencional; era la infraestructura. Las obras se volvieron piezas de portafolio, y los boletos subieron a $300, montando historias para gente cuyas vidas rara vez necesitan reinvención.
Y mientras los precios subían, los críticos se callaron. O al menos, los que sabían escuchar de verdad. Perdimos a los grandes críticos de teatro, por la edad, por la muerte, esos que llevaban en su prosa no solo opiniones, sino historia, memoria, política y amor. Lo que queda es un grupo de voces bienintencionadas, en su mayoría blancas, muchas veces mal leídas en las mismas tradiciones que dicen juzgar. Sin un contrapeso crítico, el trabajo revolucionario no desaparece; pero se arriesga a ser malinterpretado, o peor, ignorado por completo.
El teatro nunca se hizo para verse solo desde arriba. Sus verdades más grandes suben desde abajo.
Este año, me encontré frente a dos dramaturgos cuyo trabajo marca un punto de quiebre—y de renacimiento—en el teatro americano. Si el Canon de verdad está evolucionando, entonces estos escritores no están pidiendo permiso para entrar, sino abriendo una puerta nueva.
El primero fue Marco Antonio Rodríguez, cuyo Domino Effect me sorprendió no solo por su resonancia emocional, sino por su alcance. Aquí hay un escritor que entiende que la conexión humana no es metáfora, sino un cable a tierra. En una sola noche, escuché voces que nunca había escuchado en un escenario; como un personaje iraní que no parecía tokenismo, sino revelación. Rodríguez hace teatro que habla a través de las fronteras, no que las evita. Es íntimo, político y profundamente humano.
Y luego está Christin Eve Cato, con una voz que no se parece a nada en el panorama actual; una voz arraigada en la tradición radical de Arthur Miller y August Wilson, pero inconfundiblemente suya. Escribe desde el subsuelo, y escribe pa’ nosotros: la clase trabajadora, los desplazados, los que no reciben aplausos educa’os de un público que puede darse el lujo de sentir compasión desde lejos.
Cato no escribe para caer bien. No suaviza el golpe. Su trabajo no le hace guiños a la culpa liberal de los bien senta’os, ni pide permiso. Y eso, en el teatro de hoy, es su propia rebelión. Porque seguimos en un teatro americano que prefiere a sus “otros” humildes, agradecíos y con justo suficiente dolor para conmover, pero no tan furiosos como para ser peligrosos.
Lo que Christin Eve Cato hace es mucho más interesante: escribe como si la alegría en sí fuera un acto radical. Como si la revolución no tuviera que ser siempre gris y amarga. En su fuego hay risa, y en su alegría, desafío. Nos recuerda que, incluso cuando la democracia se raja bajo su propio peso, la gente más aplastá por su caída puede ser la más lista para construir algo nuevo. No desde las ruinas, sino desde la convicción.
Mientras la vieja guardia se aferra a sus perlas y sus suscripciones, Cato está echando los cimientos de un teatro que no solo refleja la sociedad, sino que la reinventa.
Y lo que está construyendo bien podría sobrevivir al desastre.
No tiene miedo de tejer el Realismo Mágico, no como un ejercicio de género, sino como un reflejo de cómo muchos de nosotros realmente vivimos. Es un realismo que tiene menos que ver con el espectáculo y más con cómo el espíritu, la memoria y el mito se entrelazan en la vida cotidiana.
Cuando me senté a escribir esto, me encontré encendiendo una vela a San Lucas y Santa Cecilia; patrones de la memoria y el drama, no por superstición, sino por respeto. Necesitaba ayuda para retener lo que su obra me hizo sentir, esa vibración esquiva que vive entre la reverencia y el reconocimiento. Claro, sabía que Obatalá, el orisha yoruba de la creatividad, tal vez se molestaría porque no fui a él primero. Capaz me mandaba un apagón, me freía el Google Doc o me borraba las notas en protesta.
Así es como muchos de nosotros, los latinos, caminamos por el mundo: con nuestros dioses y ancestros de copilotos. Así que cuando vemos esa magia honrada en el escenario; no burlada, no diluida, no vuelta "universal" pa’ que otros se sientan cómodos, se siente como llegar a casa, a un teatro que sí nos recuerda.
Las instituciones teatrales dirigidas por blancos, con sus infinitas notas dramaturgas y sus listas de lo que es "digno del escenario", siempre nos han dicho que estas cosas son "muy místicas", "muy de nicho" o "muy difíciles de entender". Pero Cato, como Ryan Coogler en el cine, escribe rompiendo esos límites. Ella dice: nuestro mundo también pertenece aquí. No está pidiendo permiso al sistema viejo. Está construyendo uno nuevo, uno que no se disculpa por la presencia del espíritu, uno que no te pide que dejes a tus ancestros en la puerta.
Y mucho menos en la puerta de un teatrito en Guthrie, Oklahoma, donde cuatro mujeres están montando una producción que no es tan distinta a Oklahoma!. No quiero spoilearlo todo porque, en serio, este es uno de esos descubrimientos teatrales que se disfrutan mejor sin saber demasiado. Pero te digo esto: es una versión latina del musical clásico, una que no "revisa" a Rodgers y Hammerstein, sino que lo posee, juguetona y escandalosamente.
Y el camerino de este nuevo musical, lleno de revolucionarios mexicanos y bailarines puertorriqueños, es el corazón de la obra, donde lo sagrado y lo irreverente chocan con una especificidad cultural que explota en risas, añoranza e interferencia ancestral. No solo lo ves. Sientes que te han dejado entrar a un secreto deliciosamente callao’.
Y eso, más que nada, es lo que el teatro debería hacer: dejarnos entrar. Mostrarnos lo que no sabíamos que extrañábamos. Y recordarnos que la revolución no siempre viene con el puño en alto; a veces llega en un chiste bien puesto, o en una carta del tarot leída entre bastidores.
Melinda, interpretada con una verdad callá’ pero filosa por Danaya Esperanza, es una mujer atrapá en el fuego cruzáo de una nación que ya ni sabe pa’ quién es. Está embarazá sin planearlo. Está pensando en un aborto. Y entonces el mundo se voltea al revés. Derogan el Roe v. Wade, y en Oklahoma, un estado siempre listo pa’ retroceder el reloj, una ley de 1910 sobre el aborto vuelve como si en cien años no hubiera pasáo ná.
Pero to’ ha cambiao.
Lo que Christin Eve Cato entiende, y lo que la convierte en una voz tan crucial en el teatro Americano ahora mismo es que el pasado no se queda en el pasado cuando nunca te incluyó pa’ empezar. Esto no es solo una ley de 1910; es una ley fantasma, escrita por hombres blancos pa’ mujeres blancas, en un tiempo donde el futuro que vivimos ahora era inimaginable pa’ ellos. Un futuro donde Estados Unidos va camino a ser un país "minoría blanca" pa’ el 2045. Y mientras ese cambio demográfico se asoma, la maquinaria del estado—asustá, desesperá—ya está clavando los talones.
Esta obra trata lo que significa ser criminalizá’ por el fantasma de un país muerto. Se ve en los ojos de Melinda. Se siente en sus silencios. Esperanza carga con este peso como solo una gran actriz puede hacerlo: dejándolo respirar justo debajo de la piel, haciendo que el público sienta sus contornos sin necesidad de mapa. Es una tristeza antigua y recién infligida, y transforma lo que pudo ser un simple arco dramático en algo embruja’o y necesario.
Comparte el camerino con otras dos mujeres, una de ellas Jolie; interpretada con una sabiduría luminosa y contenida por Yadira Correa. Jolie no es un personaje secundario. Es el tipo de mujer que usualmente borran de la historia o reducen a metáfora. Pero aquí, está viva de verdad. Es una mujer que vive en las secuelas del dolor, no solo el emocional, sino el físico, el que viene de tener un cuerpo que el sistema médico nunca fue diseñado pa’ escuchar.
Correa la interpreta con gracia, no a pesar de su sufrimiento, sino a través de él. Jolie no busca lástima, y mucho menos una cura. En cambio, ha encontrado una dignidad ganada a pulso, del tipo que no anuncia su presencia a gritos, sino que se instala en la habitación como un calor familiar. Es una actuación que hace espacio, para Melinda, para el público, para todo lo no dicho que usualmente se queda entre bastidores.
Lo que esta producción revela, capa por capa, es todo lo que Estados Unidos le ha pedido que aguanten, que naveguen, que sobrevivan—especialmente a las mujeres negras y morenas. Y en ese camerino apretao’, lleno de chistes entre bambalinas e historia en escena, Cato nos regala una visión de supervivencia que no está sanitizada ni simplificada. Es rebelde. Es cómica. Es sagrada. Y es real.
Y luego está el combustible de la obra: Claudia Ramos Jordan como Elena, quien a su vez interpreta a Ado Ana (la versión blanca sería Ado Annie). No entra a la obra—¡detona en ella! Como un cuetazo en un cuarto callao’, Elena no solo toma el escenario—lo reclama como herencia de sangre.
Lo que Christin Eve Cato hace con este personaje es radical en lo callao’. No reescribe a Ado Annie—la libera. Todas sus cualidades familiares siguen ahí: el encanto efervescente, la apertura, esa alegría cinética de quien sabe enamorarse dos veces antes del almuerzo. Pero aquí, a través de Elena, Ana/Ado Annie tiene algo que el original nunca se atrevió a darle: una vida interior. Una voz que no pertenece a los hombres que cantan sobre ella, sino a ella misma.
Y a través de Elena, vemos a una mujer que no solo tropieza con el deseo; lo nombra. Lo posee. Y no siente necesidad de disculparse porque el placer también es parte de una vida plena y sin remordimientos. La señorita Jordan nos regala dos personajes en uno: Elena, la actriz consciente de sí misma, y Ado Annie, el arquetipo liberado y ambos son igual de vívidos. Sí, es una actuación cómica, pero también una clase magistral de timing, inteligencia y picardía. No es simplemente graciosa—¡es esencial!
Cerrando el elenco está Cristina Pitter como Alex, la stage manager. Es el tipo de rol que al principio puede parecer como un "ah, y también..." el pegamento que mantiene a to' el mundo unido. Pero subestimarla sería un error. Y yo, la verdad, lo hice. Porque Pitter no solo mantiene el show en pie... hay un momento donde directamente secuestra la obra.
Sin spoilear mucho (y en serio, esta sorpresa hay que protegerla), Alex se convierte en la clave de uno de los giros más brutales de la producción. Pitter lo interpreta con la confianza de alguien que sabe que la verdadera historia ha estado zumbando debajo todo el tiempo, y nosotros somos los últimos en darnos cuenta. Y cuando el golpe llega, no solo saca risotadas, reconfigura toda la obra. Es uno de esos momentos que te recuerdan lo cabrón que puede ser el teatro en vivo cuando confía en sus actores, en su público y en su propio juegao al mismo tiempo.
Si esta producción tiene un superpoder secreto, es que ningún personaje es nunca lo que parece a primera vista. Cada rol, por cómico o secundario que sea, abre una puerta a algo más profundo. Y cada actor pasa por ella con claridad y cojones.
La obra se desarrolla en tres niveles, lo que yo llamo "La Divina Comedia Latine", o más preciso: "El Infierno Danteano Boricua". Y aquí, conocer nuestra cultura no es solo útil es clave.
Nivel uno: surge un problema, personal, médico, lo que sea, pero siempre empeorado por un sistema diseñado pa' joderte más. La América blanca, siempre lista con legislación y prejuicios, mete la cuchara. To' los latinos conocemos este sistema. (Ejemplo: a mis amigos blancos de la uni les dieron un préstamo. A mí me hicieron sacar seis—que sumaban lo mismo que el de ellos, pero me condenaron a una vida de deuda.)
Nivel dos: nos volvemos hacia adentro y hacia arriba. Santos, ancestros, espíritus, en el caso de O.K!, las cartas del tarot; el andamio espiritual de nuestras vidas entra en juego. No por supersticiosos, sino porque sabemos que lo que nos salva no siempre es visible. Confiamos en los muertos mucho antes que en los vivos.
Y nivel tres: la liberación. La conversación. El milagro callao’ de finalmente compartir la carga con los tuyos, de soltar lo indecible en voz alta y descubrir, quizás, que al final no estábamos solos.
Christin Eve Cato construye este viaje lleno de historia, humor y corazón partío, en un torbellino de noventa minutos. Captura algo esquivo pero esencial de la experiencia latina en EE.UU.: cómo nuestras historias suelen cargar contradicciones, cómo la risa a veces es el vehículo del dolor, y hasta una comedia sobre el aborto puede sentirse como un acto de reconquista cultural.
La directora Melissa Crespo, trabajando en el espacio íntimo del INTAR Theatre, navega este multiverso de tonos con una gracia pasmosa. Peter Brook escribió en The Empty Space que "la realidad es una palabra con muchos significados". Crespo lo entiende al dedillo. Permite que cada capa del mundo de Cato—el realismo de los derechos reproductivos, el lenguaje místico de los espíritus y el delirio surreal de una Oklahoma! reinterpretada por latinas—coexistan sin contradecirse. Cada una es verdad. Cada una tiene su lugar. Ninguna le roba peso a las demás.
El diseño escénico de Rodrigo Escalante es un puro disfrute, lleno de sorpresas y magia teatral. Un molino de viento, por ejemplo, hace algo tan inesperadamente perfecto que ni loco lo spoileo aquí.
La iluminación de Maria-Christina Fusté baña la obra en atmósfera y memoria, y el diseño de sonido de Daniela Hart se divirtió creando una realidad para dos shows: el que vemos y el musical que está por comenzar en algún lugar más allá.
Los vestuarios de Lux Haac evolucionan con la narrativa, pasando de un realismo terrenal a algo gozosamente ridículo. En el clímax de la obra, Jolie se transforma en una abuela revolucionaria mexicana cubierta de balas; y no cae como parodia, sino como promesa de lo que viene. Se nos avisa: la pelea será grande. Ahora reímos, pero en el fondo sospechamos que esto puede ponerse violento.
Y aquí está la genialidad de la obra de Cato: nos invita con humor, nos sorprende con belleza y, antes de que nos demos cuenta, ya estamos hasta las rodillas en la verdad. No esa verdad limpia y lista para la televisión, sino la verdad desordeá’, nacida de legado, de lenguaje y de vidas vividas entre fronteras, literales y espirituales.
Es teatro y resistencia con chistes. Es el comienzo de un nuevo canon americano necesario; uno que tiene que nacer, porque las verdades que cuenta llevan demasiado tiempo ignoradas.
Hace poco, escribí un ensayo titulado "La revolución ya llamó a escena". En él, hablé de nuestra responsabilidad como artistas: hablar, advertir, documentar, defender una democracia que no solo se deshilacha por los bordes, sino que se nos deshace en las manos. Días después, llegó la noticia: el National Endowment for the Arts le fue arrebatado a muchos teatros. El golpe no sorprendió. Pero no por eso dolió menos.
Y no nos engañemos: entre los primeros en ser silenciados estarán las voces que gritan más fuerte. Las obras con más rabia. Las obras que no consuelan, sino que confrontan. Obras como las de Christin Eve Cato.
Pero Cato y las mujeres que suben al escenario con ella—me hicieron salir de ese teatro no con desesperación, sino con una nueva misión: no podemos salvar a las instituciones que no nos ven, que no reconocen nuestras voces, nuestras comunidades, nuestro dolor. Y quizás, no deberíamos intentarlo. Quizás lo más radical que podemos hacer es dejar que las estructuras viejas se quemen por los mismos que las crearon, y mientras ellos queman su preciada América blanca, nosotros empezamos a construir algo nuevo en su sombra. Algo más valiente. Algo que diga la verdad.
Y si somos honestos: ¡sí! las cosas están oscuras. ¡Y sí! pueden ponerse peor. Pero eso no significa que dejemos de reír. La risa, al fin y al cabo, es su propia forma de resistencia. Nos recuerda que seguimos vivos. Que seguimos mirando. Que seguimos escuchando. Que seguimos aquí.
Y eso, quizás, es el acto más revolucionario de todos.
Y yo solo soy un muchacho que no sabe decir no... a una buena revolución.